Llegamos sobre las doce de una fría y lluviosa mañana de mayo a la estación de tren; La primera imagen que recuerdo de Venecia es un gigantesco anuncio de Ray-Ban sobre la fachada de San Simeon Piccolo, con su verde cúpula metálica coronando la escena.
A pocos metros de la estación estaba nuestro hotel, nos apresuramos a dejar las maletas, trazamos una ruta turística y nos pusimos en marcha. Pasamos por la iglesia donde está el cuerpo incorrupto de Santa Lucía; atravesando algunos puentecillos y campos, que así es como se llaman las plazoletas venecianas, llegamos hasta el Gran Canal; desde el puente de Rialto se contempla el denso tráfico de góndolas, lanchas y demás embarcaciones que lo surcan. En Venecia, las ambulancias son lanchas motoras, el camión de la basura es la barcaza de la basura, el coche patrulla es la lancha patrulla y los taxis son góndolas, aunque estas salen un poquito más caras.
Puentecillos, callejuelas y canales con góndolas forman pintorescas estampas venecianas por doquier. Un alto en el camino para almorzar en un coqueto restaurante con sablazo incluido; El término calidad-precio en Venecia adquiere dimensiones espeluznantes.
Tras un oscuro callejón rematado por un exquisito arco ojival, aparece la plaza y la catedral consagrada al evangelista simbolizado por el león alado, icono que de paso representa a la ciudad: San Marcos de Venecia. Hay que estar en esa plaza cuando comienza a oscurecer, se encienden las luces y se reflejan en el suelo mojado. Y hay que entrar en El Florian (café situado en la misma plaza e inaugurado en 1720) y pedirse un capuchino (la broma cuesta sobre diez euros, pero estamos en Venecia y es una de esas cosas que hay que hacer al menos una vez en la vida). Recuerdo a la orquesta del café interpretando Fly me to the moon mientras me tomaba mi capuchino con dos dedos de espuma y servido en una decimonónica taza de porcelana. En ese momento me habría gustado ser un solitario escritor e imaginé que, como Ernest Hemingway, pasaba las tardes en ese café observando a los clientes en busca de inspiración...
Hay iglesias con Tizianos y demás artistas renacentistas venecianos como para parar un tren, pero nuestro destino ahora era una panorámica de la ciudad desde el otro lado de la laguna. Es aquí donde definitivamente comprendes que estás en uno de esos lugares icónicos que has visto toda tu vida en fotografías y en el cine, y que siempre has dicho -ahí tengo yo que ir algún día...- cómo pasa con las pirámides de Egipto o la Estatua de la Libertad de Nueva York, por ejemplo. Estás en Venecia, el sol se pone, un gondolero canta Core ´Ngrato y... ¡ay!
De vuelta al hotel cruzamos otra vez el puente de Rialto y descubrimos justo debajo, en una de las orillas del Gran Canal, un restaurante con toldos para resguardar a los comensales de las inclemencias meteorológicas y con estufas de gas para calentar el ambiente. Cogimos mesa y cenamos con el famoso puente como telón de fondo.
La mañana siguiente un brillante sol veneciano nos dio los buenos días y, literalmente, corrimos a la calle para aprovechar la luz del astro rey el poco tiempo que nos quedaba en la ciudad. Quisimos volver a San Marcos, pero esta vez por otro itinerario diferente aunque más complejo y resultado de esta decisión nos perdimos. Esto fue más que un contratiempo un golpe de fortuna, ya que pudimos descubrir la parte donde residen los venecianos: vimos madres llevando a los niños a la escuela, abuelos haciendo la compra, los patios de vecinos con la ropa tendida, gente que acudía a su trabajo... otra cara muy distinta de la ciudad en el mismo escenario de campos, callejones, canales y puentes.
Preguntando varias veces logramos salir del laberinto y, pasando por el Puente de los Suspiros, llegamos a la catedral para entrar y contemplar los maravillosos mosaicos bizantinos creados con miles de teselas de oro. En Italia, los campanarios son edificios independientes de los duomos o catedrales, por tanto, hay que esperar dos colas y pagar dos entradas para poder hacer las dos obligadas visitas. No obstante, merece muchísimo la pena subir al campanario y contemplar la panorámica completa de la ciudad que este ofrece.
Antes de partir, otro paseito por la plaza de San Marcos recreándonos con cada columna, con cada café, con cada paloma... lagrimita incontenible y a correr a la estación: teníamos que coger el tren de las doce de vuelta a Verona.
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