viernes, 6 de julio de 2012

Una paella en Zahara de los Atunes

Una buena paella pega cualquier día del año, pero quizás sea ahora en verano, con el buen tiempo, cuando las reuniones sociales son más habituales: esos maravilloso días de piscinas, fines de semana en el apartamento de la playa, vacaciones en la casa de la sierra.... y la paella es el centro del universo culinario en estos encuentros. La rodeamos y adoramos cual disco solar, redonda y amarilla.

Hace bien poco, en una de estas reuniones de amigos tuve la oportunidad de preparar una para ocho personas y os voy a revelar algunos de los secretos básicos para cocinarla según esa experiencia.

Lo más importante en un buen arroz es el género. Yo aquel día tenía la tremenda suerte de encontrarme en Zahara de los Atunes, un pueblecito de pescadores que cuenta con un increíble mercado de abastos y el mejor pescado fresco imaginable. A las siete de la mañana me puse mi bañador de piñas amarillas, cogí mi cámara de fotos y me fui al pueblo escuchando en el coche una canción de Los Planetas que se convertiría en algo premonitorio: Un buen día. Al entrar en aquel mercado, pequeño pero abarrotado de frutas, verduras, carnes y, por supuesto, pescado, me volví literalmente loco y no sabía a donde acudir... ¡me encantan los mercados! Compré judías verdes frescas, unos pimientos pequeñitos y brillantes, un par de tomates maduros, una cabeza de ajos morada como los nazarenos de la Quinta Angustia y dos o tres zanahorias que aún conservaban ese olor a tierra húmeda, de donde las habían recogido pocas horas antes. Paseé por los puestos de pescado y me detuve en el que se me antojó más conveniente para mi compra: un kilo de gambas arroceras, un cuarto de gambas blancas de Huelva, medio kilo de mejillones y otro cuarto bien despachado de chirlas marineras. Ni que decir tiene que todo estaba vivito y coleando. Adquirí además un par de kilos de arroz bomba, unas hebras de azafrán, aceite de oliva, sal, un limón, una botella de vino blanco Barbadillo y una ramita de perejil y volví a nuestro apartamento playero.

Tras unos baños en la hermosa playa de Los Alemanes, cuando iban a dar la una de la tarde, yo y mis dos compañeros de faena nos enfundamos gorro y delantal, nos servimos unas cervezas fresquitas y nos pusimos a pelar el kilo de gambas arroceras, poniendo la carne blanca y limpia en un plato y cabezas, patas y cáscaras en un recipiente con tres litros de agua, sal y perejil y lo pusimos a fuego lento para obtener un buen caldo. Otro de los secretos para una buena paella es que el fuego sea homogéneo y caliente por igual toda la superficie de la paellera para que todo el arroz se haga bien y al mismo tiempo. Este no era nuestro caso, pues, teníamos un fuego de vitrocerámeca con al menos diez centímetros menos de diámetro que la paellera, pero a falta de pan... Aceite de oliva de manera generosa, cubriendo todo el fondo. Dientes de ajos cortados en láminas a dorar con el fuego sueve; Pimientos y zanahorias picaditos y judías verdes troceadas y limpias, también al negocio. Al terminarnos la primera cerveza y ponernos otra, añadimos los tomates cortados en dados pequeños y lo rehogamos todo con una pizca de sal. El arroz (un puñado por persona) y el azafrán se unían entonces al festival de olores que ya se respiraba en toda la costa de Cádiz y, para celebrarlo, un chorreón de Barbadillo (como un par de vasos) y cambio de tercio para los cocineros que ahora el mozo de espadas les brindaba tres catavinos con el mismo líquido que bebía la paella. Agregamos poco a poco y según lo iba pidiendo el fumet, que hervía de forma perezosa en una cazuela un fuego a la derecha. La paella no se mueve, se deja hacer a su amor y sólo queda incorporar caldo hasta que se haga el arroz y, en los últimos minutos, añadir las chirlas, gambas arroceras peladas, mejillones (limpios de su concha) y el cuarto de gambas blancas y enteras a modo de decoración Rococó. Apagamos el fuego, cubrimos con papel de cocina y lo dejamos reposar otros diez minutos; El tiempo de poner la mesa, servirnos otra copita de vino y llamar a los invitados para que degustaran nuestra efímera, efimerísima, obra de arte.


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